RESUMEN

Desde tiempos prehistóricos, el hombre ha sido el encargado de leer el tiempo, el alma del mundo. Pero no hay conocimiento del tiempo sin una visión del cielo. La visión del cielo, y en particular del cielo nocturno, el Urano estrellado del orfismo, colocaba ante el hombre el horizonte limitado de su propia fugacidad. Y, sin embargo, la vida humana parecía estar inscrita en un diseño coherente de un orden superior, sin dejar de ser más que un fragmento del aparente "sufrimiento" del ser. Esas imágenes terrestres que nos han legado los mitos tuvieron su origen en el cielo. Hay un hilo conductor que une el hundimiento de la Atlántida, la caída de Faetón, la descripción del Tártaro y las divisiones territoriales de la polis recomendadas por Platón. Lugares de descanso celestial, vuelos de palomas, vagabundeos en laberintos son para nosotros imágenes mudas, o en el mejor de los casos dignas de ser relegadas al mundo de la fantasía, pero es que constituyen la traducción a nivel figurativo del ritmo, del gran musiké del universo, que como tal sólo puede recibir el alma desencarnada. Pero no hay metafísica, todavía no. Antes de la ruptura dramática entre el cosmos y el mundo extracósmico, antes de que el planeta Saturno se transformara en el Dios trascendente, hasta el alma del hombre debía comportarse de acuerdo con la gran alma del mundo. El destino inexorable del alma era volver, por orden de Ananké, a las notas de los círculos celestes. Porque, dice Platón, las almas reencarnadas vuelven a caer a la tierra en forma de estrellas.

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ANDRÉS CAJA